Mientras los imaginarios contaban sus historias de peleas, Cosandro disfrutaba de imaginarse volando por los cielos en compañía de su mascota, ante la mirada de locura de su mamá, pese a la dureza de los gritos de su papá. Con los pies bien puestos sobre el fango, en cierta ocasión halló lo que él pensaba era su llave a un futuro maravilloso, lleno de alturas inimaginables sin vértigo: una música. La percibió con sus orejas pequeñas como su cuerpo, condición que le permitió escabullirse por las profundidades hasta llegar a lo que producía el sonido, uno de sueños. Se trataba de una máquina de la imaginación. Al tocarla fue capaz de decir lo que nunca diría, de oler más allá de sus tierras, de tocar mil suavidades femeninas. Pasó varios días allí, embriagado en la tonada y en su mente, hasta que fue rescatado antes de morir de hambre. Días después, ya repuesto, volvió al sitio, mas la máquina no estaba. En su vejez llegaría a la conclusión de que lo sucedido no fue invento sino un robo de su imaginación a su memoria.
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